
Esa mañana, el profesor Gambrell habla apasionadamente sobre gobiernos represores, sobre Pinochet, Pol Pot, Videla. Los chicos lo escuchan con respeto, con atención y con convicción. En medio del aula, Carlos Martínez, un estudiante junior de Ciencia Política que ha venido de intercambio desde México, levanta la mano.
"Profesor, ¿es cierto que Estados Unidos apoyó el golpe de estado en Chile?", le pregunta con osadía al profesor, a sabiendas de la respuesta.

Cuando alguien me lanza el argumento de que el 9/11 fue algo que se merecía Estados Unidos, recuerdo a Gambrell y ese día en la UWEC. Podemos estar en desacuerdo con la política de Estados Unidos hacia el mundo, con las decisiones que toma y con las medidas que impone, pero difícilmente podríamos estar de acuerdo con el terrorismo, sin importar de quién venga, qué causa defienda o a quién vaya endosado. La gran lección de Gambrell es justamente esa: es imposible emitir un juicio en contra de los estadounidenses por cosas que hace su gobierno y ellos ignoran. Y podría contraargumentarse que ellos tendrían la obligación de saberlo.
Y me pregunto: ¿cuántos periódicos nacionales leemos a diario? ¿qué tan bien conocemos nuestras leyes, nuestras instituciones o nuestra historia? ¿cómo está nuestro dominio de la información, del lenguaje o del conocimiento universal?
Me alzo de hombros, como aquella mañana de marzo de 2002, y pienso: en efecto, no podemos culparlos por su ignorancia.
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